Por Mauricio Palomares

En un mundo que parece oscilar entre el colapso climático y el estallido de nuevos conflictos armados, la estética y filosofía solarpunk surge como una respuesta radical y esperanzadora. Mientras los focos geopolíticos se encienden nuevamente en regiones de Oriente, con tensiones crecientes en el estrecho de Taiwán, el mar Rojo o la frontera entre Israel e Irán, una pregunta emerge desde el arte y el activismo ambiental: ¿es posible imaginar el futuro desde la paz, la energía limpia y la cooperación social, incluso al borde de una guerra global?

El solarpunk, más que una corriente artística, es una visión del futuro donde las ciudades se alimentan de energía solar, los huertos comunitarios florecen en azoteas y muros, y la tecnología se convierte en herramienta de equidad, no de dominación. Es la contracara directa de las distopías del siglo XX: mientras el cyberpunk anticipaba urbes contaminadas, hipercapitalismo y vigilancia masiva, el solarpunk propone un modelo eco-social donde la belleza surge de la sostenibilidad.

Pero esa utopía choca con la realidad del presente. El 2025 ha sido un año tenso para Asia Oriental y Medio Oriente. Las amenazas nucleares han reaparecido en los discursos políticos, y las rutas energéticas globales, como el estrecho de Ormuz, vuelven a ser escenario de fricciones. En este contexto, los movimientos solarpunk no solo resisten: crean contranarrativas.

Desde colectivos en Seúl que transforman búnkeres en jardines solares hasta ilustradores iraníes que reimaginan ciudades postpetróleo envueltas en enredaderas, la visión solarpunk se filtra en redes sociales, publicaciones independientes y hasta en políticas urbanas locales. En Beirut, activistas ambientales están retomando espacios abandonados para convertirlos en laboratorios de permacultura, mientras en Japón, algunos diseñadores proponen viviendas resistentes a terremotos que integran captadores solares, impresión 3D y materiales biodegradables.

“La guerra es la máxima expresión de la entropía social”, dice la socióloga ambiental Sara Imad, “pero incluso en ese caos, el solarpunk ofrece una narrativa resiliente: la reconstrucción no desde la nostalgia, sino desde el futuro posible”.

Frente al inminente desbordamiento de los conflictos armados, la visión solarpunk no niega la violencia del mundo actual, pero propone resistirla con imaginación práctica: ciudades descentralizadas, autonomía energética, cooperación vecinal y un rediseño ético de la tecnología. En lugar de preparar a la humanidad para sobrevivir al apocalipsis, propone evitarlo desde la raíz.

Un imaginario político, no solo estético

El solarpunk no es un “hipsterismo verde”. Es una crítica directa al modelo extractivista, a las lógicas de ocupación territorial y a los sistemas de dependencia energética que han definido buena parte de los conflictos del siglo XX y XXI.

La pregunta que muchos plantean desde este movimiento no es “¿cómo sobreviviremos a la guerra?”, sino:
¿cómo viviríamos si dejáramos de hacerla posible?

En un planeta donde el petróleo sigue siendo motivo de invasión y el litio de tensión diplomática, imaginar comunidades que producen su propia energía y alimento no es solo ciencia ficción: es una amenaza a las estructuras de poder vigentes. De ahí su potencia.

La visión solarpunk puede parecer ingenua en tiempos de drones militares y propaganda belicista. Pero como escribió Octavia Butler: “La civilización comienza con la imaginación”. Y hoy, más que nunca, imaginar un futuro verde, justo y en paz es el acto más revolucionario que podemos ejercer.